La Guerra de Ucrania ha exacerbado tensiones geopolíticas entre los principales polos del sistema mundial, a la vez que ha abierto la perspectiva de una fuerte crisis económica, todos elementos que están acelerando las tensiones y la crisis de los regímenes, lo que augura un salto en la lucha de clases, aunque por el momento este es el elemento más atrasado de la situación.
La crisis del equilibrio capitalista
A comienzos de junio en el documento para la discusión internacional del XIX Congreso del Partido de los Trabajadores Socialistas de la Argentina, Claudia Cinatti, su redactora, afirmaba que:
La guerra de Ucrania confirma que con la crisis capitalista de 2008, que puso fin a la prolongada hegemonía neoliberal, agravada por la pandemia y la crisis ambiental, se ha abierto un período en el que las tendencias profundas de la época imperialista de guerras, crisis y revoluciones (Lenin) están nuevamente a la orden del día. En la década de 1920, Trotsky analizaba las perspectivas de la situación internacional en términos de “equilibrio capitalista”, un concepto dinámico que surgía de tomar la situación internacional como una totalidad, una relación dialéctica entre la economía, la geopolítica y la lucha de clases, para comprender las tendencias más profundas que podían quebrar ese equilibrio inestable [1]. Retomando estas definiciones de Trotsky, las consecuencias estratégicas de la guerra de Ucrania indican que, como mínimo, estamos ante un deterioro significativo (¿ruptura?) del “equilibrio capitalista”, lo que significa que se reducen los márgenes para el desarrollo evolutivo y que las crisis, el militarismo de las grandes potencias, así como las tendencias a la revolución y la contrarrevolución, están inscriptos en la lógica de la situación. La guerra de Rusia contra Ucrania/OTAN es el factor gravitante de la situación internacional y lo seguirá siendo por el próximo período.
Asimismo, decía que:
A pesar de este importante grado de indeterminación, está claro que es un conflicto de dimensión estratégica que ya produjo realineamientos geopolíticos y giros de dimensión de histórica, como el rearme de Alemania o el abandono de la neutralidad de Suecia y Finlandia, que solicitaron su incorporación a la alianza atlántica hegemonizada por Estados Unidos.
En el corto plazo, el gobierno de Joe Biden está capitalizando la guerra de Ucrania, utilizando la invasión rusa para recomponer la hegemonía norteamericana sobre las potencias de la Unión Europea con el ojo puesto en su disputa con China, que es el principal desafío a su liderazgo que enfrenta Estados Unidos… Pero por fuera de “occidente” la guerra también ha dejado en evidencia los límites del liderazgo norteamericano. Estados Unidos no ha logrado el alineamiento automático de otros aliados importantes como la India, México y Brasil, incluso de aliados estratégicos como Israel, que por diversas razones se han abstenido de acompañar a Estados Unidos en votaciones contra Rusia en la ONU.
En síntesis, en el corto plazo la guerra de Ucrania permitió un fortalecimiento del liderazgo de Estados Unidos, que venía debilitado por su retiro caótico de Afganistán y los años de la presidencia de Trump, pero por sí misma no alcanza para revertir la decadencia hegemónica y fundar un “nuevo orden mundial dirigido por el imperialismo norteamericano” como reclama Biden [2].
Desde entonces, no solo la guerra de Ucrania continuó, sino que la perspectiva ominosa de la utilización de armas nucleares se hace cada vez más presente en el curso del conflicto, a la vez que con la visita de Nancy Pelosi a Taiwán y la respuesta de Pekín se hicieron también patentes los riesgos de la disputa geopolítica entre los Estados Unidos y China. Más a corto plazo y afectando al conjunto del planeta, el alza de la inflación se confirma como un nuevo rasgo no coyuntural sino un desequilibrio y un cambio significativo de la economía mundial, abriendo la perspectiva en lo inmediato de una recesión de la economía internacional en 2023, incluso antes en varias economías importantes, que se agrega y retroalimenta de las fuertes tensiones geopolíticas, en especial la guerra abierta en Ucrania.
Particularmente, la crisis estructural en que está entrando la economía capitalista puede acelerar el factor aún más atrasado de la situación, que es la lucha de clases. Como dice Trotsky en el Informe ya citado:
Todo lo cual determina que se haga inevitable la lucha de clases, cada vez más aguda, como resultado de la reducción de las rentas nacionales. Cuanto más se restrinja la base material, más crecerá la lucha entre las clases y los diferentes grupos por el reparto de las rentas nacionales. No hay que olvidar nunca esta circunstancia. Si Europa, en relación con sus riquezas nacionales, ha retrocedido treinta años, eso no quiere decir que se haya rejuvenecido treinta años. Por el contrario, se ha arruinado como si fuera treinta años más vieja, y desde el punto de vista de la lucha de clases ha envejecido trescientos años. Así, pues, se ofrecen las relaciones entre el proletariado y la burguesía [3].
Esta dinámica ya ha comenzado y se profundizará en el continente más directamente afectado por la crisis, esto es Europa, donde países como Alemania, que hasta ayer e incluso en las anteriores crisis era un polo de estabilidad, se acercan –según todas las previsiones– a una fase larga de declive.
Sobre la dinámica de la guerra y las perspectivas
Desde septiembre estamos entrando en una tercera fase del conflicto [4] en donde las fuerzas ucranianas están a la ofensiva, recuperando parte del terreno perdido y generando una gran conmoción en las filas rusas y su estado mayor, a la que responde del lado ruso una movilización parcial de reservistas y la utilización cada vez más abierta de la amenaza nuclear.
El repetido anuncio de una contraofensiva ucraniana en Kherson en agosto estimuló el reposicionamiento estratégico de las divisiones rusas en verano. Muchas divisiones estacionadas en el oblast de Kharkiv fueron trasladadas al frente sur, dejando imprudentemente el frente oriental ucraniano sin defender. Los estrategas de Kiev, ayudados por la inteligencia militar occidental, crearon una disparidad numérica favorable de hombres y medios que fue la base para la rápida reconquista de los territorios alrededor de la segunda ciudad más grande de Ucrania. Aunque costosa, la redención en Kharkiv devolvió la moral incluso a las unidades más probadas del Donbás. Pasaron a la ofensiva recuperando la ciudad de Lyman, un importante centro logístico y el primer centro que cayó desde el anuncio de la anexión a la Federación Rusa de los cuatro oblast del sureste: Kherson, Zaporižžja, Donec’k y Luhans’k. En la actualidad, el grueso de las tropas de Moscú está estacionado en el oblast de Zaporižžja; temen que las tropas revigorizadas ucranianas rompan las líneas apuntando a la ciudad portuaria de Berdjansk, en el mar de Azov, rompiendo así el corredor terrestre que une la Federación Rusa con Crimea, establecido con dificultad en los primeros meses del conflicto. En este caso, la derrota militar no sería táctica como en el caso de Kharkiv, sino estratégica.
Estos retrocesos militares rusos generaron el llamado de Putin a una movilización parcial de reservistas, que de parcial no tiene nada (300.000 parece una cifra plausible, a la vez que hay fuertes rumores de que esto es solo la primera ola, y el número total podría ser superior a 1.000.000) aunque sigue siendo selectiva y no total. La misma se concentra fuertemente en los pueblos y pequeñas ciudades donde hasta el 10 % de los hombres adultos (excluidos los ancianos) son afectados, mientas las ciudades más grandes contribuyen en mucha menor medida y Moscú todavía menos. Las cifras tienden a ser más altas entre las minorías étnicas: tártaros, buriatos, tuvanos y otras minorías soportan un peso desproporcionado en el reclutamiento frente a la población eslava, en una distinción con claros rasgos racistas.
Aunque esta decisión llevó al límite el intento de Putin de hacer una guerra reaccionaria sin perturbar la vida de la amplia mayoría de la población, hasta ese momento indiferente a la guerra, Putin sigue andando con cuidado, intentando no enemistarse con los grupos que podrían organizarse. Las categorías directamente afectadas son las más impotentes políticamente. Al mismo tiempo, las fronteras están abiertas y el Kremlin no quiere arrinconar a la gente. A los estudiantes de las universidades públicas se les ha dado un aplazamiento. Por ahora, una gran parte de la población está tratando mal que bien de mantener su indiferencia creyendo que a ella no la afectará, reacción que podría cambiar fácilmente si Putin procede con las próximas olas de movilización. Esta fuga hacia adelante de Putin, junto a la radicalización de los sectores más guerreristas, tal vez termine por romper el pacto implícito establecido entre las masas y el poder, donde las primeras consienten la autocracia a cambio de estabilidad después de los catastróficos y traumáticos años 1990. Es este riesgo el que atemoriza a la parasitaria casta dirigente que se quedó con los despojos de la ex URRS en acuerdo con oligarcas privados. Un despertar de las masas rusas de los costos onerosos de esta guerra reaccionaria podría reabrir el ciclo de guerras fracasadas y revoluciones que jalonaron la historia de Rusia de comienzos del siglo XX.
Para EE. UU., a causa de los avances ucranianos, la situación contradictoriamente se complica. Pues los retrocesos rusos han hecho más concreto el siguiente dilema: ¿cómo garantizar que Rusia no gane en Ucrania y, al mismo tiempo, no desencadenar una guerra nuclear potencialmente global? Las referencias al “precedente” de Hiroshima y Nagasaki en el discurso de Vladimir Putin sobre la anexión de los territorios parcialmente ocupados de Ucrania (Donetsk y Lugansk, en el este, y Jersón y Zaporiyia, en el sur) revelan tanto la predisposición de Moscú a recurrir al último recurso atómico, como la llamativa fatiga de las tropas rusas y prorrusas en el campo de batalla, a la vez que la necesidad de recurrir a amenazas cada vez mayores para frenar la iniciativa bélica de Kiev. Por su parte, la invitación del presidente ucraniano Zelensky a llevar a cabo una acción militar “preventiva” contra una potencia nuclear revela lo elevado que es el riesgo de una transformación en arma convencional del arma atómica y, sobre todo, la intensidad con que Kiev percibe la amenaza.
Las “revelaciones” sorprendentes del New York Times sobre el asesinato de la nacionalista rusa Darya Dugina, en la cual los servicios de inteligencia estadounidenses responsabilizan a una parte del gobierno ucraniano, así como las posteriores frases de Biden sobre Putin (“no descarto una reunión con él en el G-20 en Indonesia”, “estamos intentando ver si tiene una salida” a la situación que creó invadiendo Ucrania) indican la creciente preocupación de Washington. Con este mensaje explícito de no llevar la guerra al territorio de la Federación Rusa, EE. UU. intenta calmar las veleidades de Kiev, así como de sus más fervientes patrocinadores europeos, con Polonia a la cabeza, deseosos de asestar un golpe definitivo a los rusos y Moscú. La superpotencia ha armado, entrenado y financiado a los ucranianos con un claro objetivo: Rusia debe perder la guerra, pero Putin no debe perder la credibilidad. De lo contrario, la perspectiva de un Armagedón nuclear se vuelve repentinamente realista. El uso indiferente del instrumento atómico en los conflictos regionales socavaría el orden mundial, poniendo en peligro el propio interés global de los Estados Unidos.
El ataque al puente Kerch de Crimea muestra la misma dinámica anteriormente descripta. La prensa estadounidense informa que los servicios especiales ucranianos están detrás del ataque al viaducto más largo de Europa (18,1 km), aunque nadie ha hecho afirmaciones oficiales. Para Putin, este puente que él inauguró era una “línea roja” infranqueable. Moscú se ve obligado a dar una respuesta, por el momento solo convencional pero dura: la lluvia de misiles no perdonó ninguna región ucraniana: desde la capital, Kiev, hasta la ciudad portuaria de Odesa (la perla “rusa” del Mar Negro), desde la rusófona Járkov hasta la más nacionalista y centroeuropea Lvov. Con esta demostración de fuerza, que tiene el límite de excluir la bomba nuclear, cada vez más invocada por los sectores más radicales de Moscú, Putin se ve obligado a recurrir a represalias ordinarias, pero más amplias. La amplitud de la represalia rusa queda subrayada por el hecho de que al menos tres misiles de crucero sobrevolaron el cielo de la pequeña y constitucionalmente neutral Moldavia. Al mismo tiempo, tiene la función adicional de mostrar una fuerza vehemente para ocultar la debilidad de Rusia, incapaz de proteger adecuadamente la crucial infraestructura logística.
Las represalias de Rusia perfilan un próximo resurgimiento del conflicto armado. En particular, Moscú podría proceder con dos nuevos enfoques: la destrucción de las centrales eléctricas del país atacado y el ataque a los centros de decisión. La primera medida a pocos meses de la llegada del invierno intenta doblegar la voluntad de resistencia de la nación invadida. Los inconvenientes afectarían principalmente a la población civil, que pronto podría verse incapacitada de calentar los edificios de las grandes ciudades debido a la interrupción de los flujos de gas ruso. La segunda, cobra más significado desde que Zelensky por decreto presidencial prohíbe expresamente cualquier negociación con Rusia para un alto el fuego. La existencia de puentes de dialogo, ha evitado por el momento, que los departamentos gubernamentales y los palacios presidenciales hayan sido tocados por las ofensivas rusas, pero esto podría cambiar.
El impacto de la guerra sobre el moribundo orden mundial de postguerra
La guerra entre Ucrania y Rusia ha acelerado la desintegración de lo que quedaba del orden mundial hasta principios de este año. Sin embargo, aún no hemos entrado en la Tercera Guerra Mundial, que solo se daría si las grandes potencias, como Estados Unidos, China y Rusia se enfrentaran directamente. Sin embargo, desde el 24 de febrero de este año se agudizó la competencia entre las mismas. Como dice el documento que venimos citando:
En este marco hay que comprender el significado de la guerra actual. No es que antes no haya habido guerras. Al contrario. Con el triunfo norteamericano en la Guerra Fría no vino una era de “globalización pacífica”. Además de las guerras imperialistas en Irak y Afganistán (y la guerra contra el terrorismo como estrategia) hubo y hay múltiples conflictos regionales (Yemen, Israel-Palestina-Líbano) con intervención de grandes potencias, como la guerra civil en Siria. Incluso guerras terribles en territorio europeo como las guerras de los Balcanes. Pero en general se trató de guerras asimétricas o conflictos circunscriptos. La guerra en Ucrania es un salto con respecto a esas guerras por su dimensión global y porque involucra a las dos grandes potencias nucleares y contendientes en la Guerra Fría.
Por su parte, Pekín no aprecia la aventura de Moscú porque no está dispuesto a chocar abiertamente con Washington, pero no puede permitirse el lujo de perder a Rusia porque acabaría rodeada de potencias enemigas, dirigidas por Estados Unidos. Globalmente, mantiene un frágil equilibrio de su política exterior, tironeada entre sus necesidades políticas de oposición al orden mundial diseñado por EE. UU., que comparte con Rusia, y su fuerte dependencia comercial y tecnológica con Occidente, que explican su cautela en el escenario internacional. Al mismo tiempo las dificultades de Rusia en la guerra, que están acelerando su declive como potencia regional como muestra el nuevo avance de Azerbaiyán sobre Armenia en el Cáucaso, permiten a China forjar alianzas y asegurar el suministro de energía en Asia Central como mostró la reciente cumbre de la Organización de Cooperación de Shangái en Samarcanda.
Tanto Rusia y China como los EE. UU. se dedican frenéticamente, en el ámbito internacional, a reclutar aliados para desplegarlos en el juego cada vez más duro de la disputa interestatal, mientras que otros países, sobre todo Japón, India, Turquía y Polonia, aprovechan la contienda para ganar influencia y prestigio. A su vez, a pesar de la intención de Estados Unidos de recrear una división este/oeste como en la época de la Guerra Fría, su alcance más allá del escenario europeo es limitado como muestra la gran línea de falla entre el Norte y el Sur, que la guerra de Ucrania ha mostrado abiertamente. Para China y Rusia, es una oportunidad única de penetrar en el antiguo Tercer Mundo, donde la operación norteamericana refuerza los reflejos anti yankis y más en general contra el conjunto de potencias occidentales. El acuerdo de Arabia Saudita y Rusia para aumentar los precios del petróleo es una muestra aguda de lo que decimos y una bofetada a Biden. En cierto sentido inverso, la votación de la última Asamblea General de la ONU, que condenó por ilegales los referéndums realizados por Rusia en cuatro regiones de Ucrania y pidió a la comunidad internacional que no los reconozca, fue aprobada por 143 países, un avance de los EE. UU., que se apoya en la posición de muchos países de respeto a la soberanía e integridad territorial de los Estados.
Por su parte, a pesar del salto intervencionista de los Estados Unidos en el escenario europeo, este sigue siendo limitado, como consecuencia de la profunda fractura interna que lo corroe desde la elección de Donald Trump en 2016. En el teatro de operaciones ucraniano, se produce un difícil acto de equilibrio entre la tentación de dejar que el enemigo ruso se desangre y la necesidad de evitar que el conflicto se agrave hasta el punto de requerir una intervención directa, como explicamos más arriba. Esto es así, también, porque el peligro chino prevalece sobre el ruso a ojos de los norteamericanos. Este es el significado de conectar el acuerdo con India, Australia y Japón para contener a China (Quad) a la OTAN, como fue el caso de la cumbre de Madrid. Por su parte, en relación a Europa, después de un período turbulento de las relaciones transatlánticas con la anterior administración, la guerra ha reunificado a las dos partes de la OTAN. Sin embargo, a mediano plazo plantea una gran incertidumbre, debido a la situación interna de la única superpotencia existente, el gran talón de Aquiles de la política norteamericana hoy en día. Si Donald Trump, o cualquier republicano de talante trumpiano, ganara las elecciones presidenciales de 2024, cabría esperar una importante división de la UE en un bando proestadounidense y otro proautonómico. Sin embargo, a diferencia de la presidencia de Trump, el consenso bipartidista contra China se ha consolidado.
Por último, como Estados Unidos está absorbido en bastantes escenarios, empezando por el caos interno, la guerra en Ucrania y el desafío cada vez más candente con China, esto deja brechas abiertas al juego de otros actores en la escena internacional y a nuevos potenciales conflictos en especial en Europa. No estamos hablando de la situación de los Balcanes, una herida que siempre y en especial en el último tiempo amenaza con reabrirse; sino del salto de las amenazas cruzadas entre Grecia y Turquía, que podría abrir una segunda guerra en Europa. Grecia está aterrorizada por el espectacular ascenso geopolítico de Turquía. En el marco de la relativa debilidad política de ambos gobiernos y el consiguiente intento de exasperar los sentimientos nacionalistas de sus respectivas opiniones públicas, un conflicto reaccionario no puede descartarse.
Las fragilidades chinas salen a la superficie
China ha gozado durante décadas de un período de crecimiento económico vertiginoso y un ascenso como potencia regional y mundial. Pero partir del enrarecimiento de la globalización neoliberal, así como de la política más agresiva de los EE. UU. en el plano externo, así como las dificultades crecientes de la transición a un nuevo modelo económico agravado por la política de COVID cero –que están generando desconfianza en la clase media, la principal base de sustentación reaccionaria del régimen– en el plano interno, los márgenes históricos de la burocracia restauracionista de Pekín se vienen reduciendo de forma importante.
La crisis de la globalización neoliberal afecta a China de dos maneras: más y más países imperialistas buscan restringir sus mercados a las mercancías chinas, a la vez que aumentan las restricciones a sus inversiones y compras de activos industriales o tecnológicos. Estados Unidos y la UE planean instrumentalizar la protección del clima para excluir a las empresas chinas de sus mercados, buscando un acuerdo sobre normas comerciales comunes para restringir el acceso al mercado de las empresas “que no cumplan con las normas de baja intensidad de carbono” (Joe Biden, declaró que el objetivo es bloquear “el acero sucio de países como China”). Más grave aún, Estados Unidos ha redoblado la presión sobre la industria china de fabricación de chips, mediante un intento tardío, pero intento al fin, de relocalizar la producción de “fabs” e impedirla en China, el endurecimiento de las restricciones a las exportaciones de equipos de fabricación de chips y la recientemente la Alianza Chip 4 –que incluye a Taiwán, Corea del Sur y Japón–, que busca crear una cadena de suministro de semiconductores centrada en Estados Unidos y que excluye a la China continental. La nueva política norteamericana, al tiempo que permite a los fabricantes de chips chinos ampliar su capacidad de producción de chips de generaciones anteriores de manera tal que las empresas estadounidenses puedan seguir vendiendo equipos en ese lucrativo mercado, trata de impedir o frenar que las empresas chinas produzcan semiconductores de alta gama, asegurándose de que haya una brecha permanentemente grande entre el nivel tecnológico de Estados Unidos y sus aliados y el de China. En resumen, un golpe abierto al progreso tecnológico de China, una batería de medidas que actúan de contragolpe después de años de acople entre las grandes firmas tecnológicas norteamericanas y el centro de producción manufacturero de China, pero que pueden ser letales: después de que la administración Trump introdujera restricciones a las exportaciones de chips en 2020, el negocio mundial de smartphones de Huawei quedó devastado. Por otro lado, ligado también a las consecuencias desastrosas para los negocios de la política de cero COVID, la diversificación manufacturera ganó velocidad, con un importante número de multinacionales congelando las inversiones y acelerando los esfuerzos para desarrollar otros centros de producción a nivel internacional, sin por el contrario abandonar China, por la importancia de su mercado doméstico.
En el plano geopolítico y militar, EE. UU. busca avanzar en un cerco contra China, en especial utilizando el temor al gigante asiático en el Indo-Pacífico. La agresión rusa podría convencer a EE. UU., junto con Japón, que ya ha reforzado su capacidad militar y sus relaciones con Taiwán y Corea del Sur, que eligió este año un presidente pronorteamericano, de evitar un futuro escenario ucraniano para Taiwán. Por su parte, los Estados Unidos siguen reforzando el Quad, una alianza con la India, Japón y Australia en clave anti china. No está mal recordar que Washington tiene desplegados más de 28 mil soldados en la península coreana y 57 mil efectivos en 120 bases en Japón.
En el plano interno, la crisis del gigante inmobiliario Evergrande, que se encuentra en proceso de reestructuración, con más de un millón de viviendas sin terminar y una deuda superior a los 300 mil millones de dólares que equivale al 2 % del PBI chino y de otros promotores inmobiliarios, ejemplifica la histórica burbuja crediticia y de inflación de activos, especulación e inversión imprudente financiada por la deuda, que corroe todo el cuerpo de la economía china, afectando también a las empresas estatales, los gobiernos locales e incluso los hogares.
Esta sobreacumulación de capital y este sobreendeudamiento excesivo han dado origen a una enorme inversión improductiva. Un poco antes de la crisis mundial de 2008/9, pero especialmente después de ella, la deuda china comenzó a aumentar más rápidamente que el PBI, generando una brecha cada vez más importante entre los costos del servicio de la deuda que se fueron acelerando mientras que la capacidad de servicio de la deuda se desaceleraba, una prueba de inversión improductiva sistemática, a escala masiva. A menos que China descubra un motor de crecimiento económico totalmente nuevo que compense el enorme plus de crecimiento generado por la deuda que ahora se destina a inversiones no productivas, esta cuestión no tiene solución no traumática. Sobre todo, porque la burocracia de Pekín, a pesar de su nuevo discurso sobre la “prosperidad en común” que pasó a segundo plano rápidamente, se niega a impulsar el consumo mediante una redistribución masiva de la renta en favor de los hogares ordinarios. A pesar de que lleva años hablando de “reequilibrio”, el gobierno chino nunca ha tenido como objetivo aumentar la proporción del consumo en el PBI, lo que cambiaría fundamentalmente las bases del modelo chino basado en la super-explotación de la fuerza de trabajo. Una modificación radical en el reparto de la renta nacional solo puede imponerse con una lucha desde abajo, de ahí el temor de la burocracia a toda acción independiente de las masas y sus discursos demagógicos que buscan desviar la bronca existente contra los ricos, los ritmos de trabajo súper intensivos y la fuerte desigualdad social, hacia cambios cosméticos, pero dentro del mismo modelo económico.
Estas dificultades de la transición a un nuevo modelo económico, están debilitando el contrato social con la clase media. Los cientos de millones de chinos que componen esta población se han beneficiado de las reformas, han accedido a la universidad y a puestos de trabajo bien remunerados, han asegurado la educación y la comodidad de su único hijo y han acumulado riqueza inmobiliaria. También se han beneficiado de un consumo desenfrenado y de un nuevo estilo de vida, pero a costa de una exacerbada competencia de todos contra todos y un fuerte individualismo. Pero hoy en día, a diferencia del pasado, el régimen tiene cada vez más dificultades de satisfacer el deseo de progreso social de la población. Las universidades siguen formando a personas que entran en un mercado laboral ya saturado, generando un aumento del desempleo en la juventud, que se ve obligada a aceptar trabajos mal pagados en plataformas de marketing o en el sector del reparto. Mientras que los empleados de las grandes empresas y los funcionarios se las arreglan para sobrevivir, este ya no es el caso de los autónomos o los pequeños empresarios, para quienes la pandemia ha socavado la vitalidad de millones de pequeñas y medianas empresas cuyos márgenes ya estaban reducidos. Este año se han producido una protesta pacífica de cientos de ahorristas en la provincia central china de Henan, que intentaron en vano exigir los ahorros de toda su vida cuando cinco bancos rurales congelaron las cuentas de 300.000 personas. Más tarde, se desarrolló un movimiento para boicotear el pago de los préstamos inmobiliarios frente al incumplimiento de los plazos de entrega de los departamentos adquiridos.
Con este telón de fondo de la creciente dificultad del régimen de satisfacer el deseo de progreso social de la población, las medidas draconianas de confinamiento estricto en grandes ciudades chinas como Shanghái, han dado lugar a un cierto hartazgo con esta interferencia estatal cada vez mayor en la vida cotidiana, cristalizando broncas acumuladas, así como mayor descontento, aireado incluso en la vía pública, de este sector beneficiado por las reformas. También han surgido varios movimientos de opinión que exigen una ruptura con las normas y valores del éxito social a toda costa, la competencia permanente y el culto al trabajo. Esta brecha, si se profundiza y lleva a la ruptura, podría ser letal para el régimen del PCCh, ya que estos sectores son su principal base social, que le permite establecer una capa de plomo reaccionaria sobre los trabajadores y en especial los migrantes, verdaderos responsables del milagro chino.
Todas estas contradicciones, antes veladas pero que emergen a la superficie de más en más, están generando un nivel de disenso inusualmente alto antes del 20º Congreso Nacional del Partido Comunista Chino y, llamativamente, las regiones sometidas a un escrutinio sanitario más estricto son las mismas que constituyen la base económica de los rivales de Xi, como es el caso de Shenzhen y Shanghái, ciudades orientadas al exterior, en las que la política económica y exterior de Xi es una verdadera amenaza. Hay que estudiar cuidadosamente si estos elementos comienzan a dar indicios de inestabilidad del régimen.
Europa y Alemania en el corazón de la tormenta geopolítica y económica
El primer resultado geopolítico de la guerra de Ucrania, es que se ha levantado el nuevo Telón de Acero que persistirá por un cierto tiempo. Una primera consecuencia, la ruptura de la interdependencia energética entre Alemania y Rusia, iniciada hace medio siglo, en plena Guerra Fría, por el canciller alemán Willy Brandt y el presidente de la ex URSS, Leonid Brezhnev.
Esto frustrará los designios estratégicos perseguidos durante los últimos treinta años por el bloque alemán. Es que como afirma el economista australiano Joseph Halevi:
…desde la caída del Muro de Berlín y el colapso de la URSS, Alemania ha tratado de construir una serie de economías interdependientes entre sí que ahora equivalen esencialmente a un único sistema económico. Esta agrupación tiene un flanco occidental (Austria, Suiza, Bélgica y los Países Bajos) y uno oriental (la República Checa, Eslovaquia, Hungría, Polonia y Eslovenia), con diferentes funciones y sectores repartidos entre ellos. Los Países Bajos actúan como plataforma global y centro de transporte; la República Checa y Eslovaquia como sedes de la industria automovilística; Austria y Suiza como productores de tecnología avanzada, etc. Si Alemania es el centro hegemónico de este bloque, debemos revisar nuestra visión de su papel geopolítico y su importancia mundial. En conjunto, el bloque tiene 196 millones de habitantes frente a los 83 millones de Alemania, y un PIB de 7,7 billones de dólares frente a los 3,8 billones de Alemania. Esto la convierte en la tercera potencia económica del mundo, más pequeña que Estados Unidos y China, pero mayor que Japón [5].
Efectivamente, como dice este autor, la guerra ha acabado con el sueño de un espacio euroasiático común, porque debilita objetivamente los lazos de Alemania con China y cierra el canal de comunicación ruso entre ambos. También impide que Alemania utilice a Rusia como un remanso rico en recursos.
Si las consecuencias geopolíticas son tan graves, las mismas se traducen en el plano económico en una crisis del viejo modelo industrial alemán, basado en un amplio acceso al gas ruso a precios asequibles, una red bien surtida de subcontratistas de bajo costo en Europa del Este, especialmente en Ucrania, así como en Europa Occidental y una globalización triunfante, que han sabido aprovechar con gran efecto con productos manufacturados de alta gama. A esto se agrega el envejecimiento de la población, que agrava la pertinaz escasez de mano de obra: a lo largo del año pasado, el jefe de Continental hizo un apasionado y urgente llamamiento a la inmigración. El riesgo es que la desindustrialización relativa europea, que se ha desarrollado durante estas décadas neoliberales y de la que Francia es uno de los países más golpeados, se extienda a la misma Alemania. Hay indicios de que esto ya está empezando: un conocido fabricante nacional de papel higiénico, Hakle, se declaró en insolvencia a causa de la crisis energética. Esta crisis está matando a las empresas siderúrgicas alemanas, y tendrá impacto en las cadenas de suministro que dependen de este indispensable bien intermedio en Alemania. ArcelorMittal, que posee una fábrica de acero en el puerto de Hamburgo, con un enorme consumo de energía, igual a dos ciudades del norte de Alemania, Lübeck y Kiel juntas, está obligada a cerrar algunos sectores de producción debido a los precios de la energía. Esto –a su término– podría afectar a los distintos segmentos de la cadena productiva, los fabricantes de componentes de automóviles, que se ven afectados por el aumento de los precios del acero, que al final podría terminar de afectar a los propios fabricantes. Estratégicamente, las nuevas coordinadas económicas, implican que muchos modelos de negocio ya no son competitivos. Por ejemplo, para Alemania seguirá teniendo sentido producir acero en el futuro, pero solo las variantes de mayor calidad. Pero la transición se prevé traumática, ya que hay muchos intereses creados que impiden el desvío de recursos de las industrias tradicionales, que hasta ahora han sido mimadas por las autoridades.
Este salto en la desindustrialización en la principal potencia europea y sus numerosas consecuencias políticas y económicas, se trata realmente de un hecho que marca un cambio de época. El punto más alto de la prosperidad en Alemania se encuentra atrás y el país marcha hacia un empobrecimiento. La devaluación del euro frente al dólar estadounidense también lo demuestra. Mientras tanto, el gobierno habla incluso de posibles “levantamientos populares” (Annalena Baerbock). La pérdida del bienestar económico, el auténtico pegamento nacional, podría tener consecuencias imprevisibles. Geopolíticamente, el caos interno amenaza la automaticidad de la obediencia de Alemania al campo occidental.
Si la crisis social tiene el potencial de socavar la estabilidad de la República Federal, poniendo de manifiesto las fisuras internas, acentuando las demandas de mayor autonomía y exacerbando los contrastes entre los Länder alemanes (entre Berlín y Bavaria y sobre todo entre el este y el oeste), otras tensiones y realineamientos se están produciendo en el Viejo Continente. En especial, la política del gobierno alemán de no consultar a sus socios en decisiones trascendentales, está generando nuevas divisiones y peligros de fragmentación en la UE. Primera bomba: el 27 de febrero de 2022 un fondo de 100.000 millones para revitalizar las Fuerzas Armadas alemanas, desarmadas en gran parte al final de la Guerra Fría, y la asignación de una suma anual de al menos el 2 % del PBI a la Bundeswehr, lo que convertiría a Alemania en el tercer país del mundo en inversión militar. Segunda bomba: pocas horas antes de volver a oponerse en la UE a la creación de un tope comunitario para los precios del gas, Berlín destinó un “escudo defensivo” de 200.000 millones para contener los altos precios a nivel nacional; creando a su vez nueva deuda estatal y generando el enfado de países de la UE como Italia, que no pueden imitarla. Ya antes de la guerra y durante la pandemia, esta vez en acuerdo con Francia, el lanzamiento del Fondo de Recuperación europeo. El sorprendente unilateralismo alemán de los últimos años es por ahora puramente reactivo, una respuesta a los choques exógenos (primero el Covid-19, luego la invasión rusa de Ucrania). Aunque el marco de las prioridades estratégicas no está aún definido, lo que está claro es que el acuerdo con otros miembros de la UE y de la OTAN, incluido EE. UU., no parece ser la prioridad central.
A su vez, la guerra en Ucrania ha debilitado el control que la pareja franco-alemana tenía antes en la UE, al mismo tiempo que el unilateralismo alemán molesta a París, generando una crisis importante en sus relaciones.
De alguna manera, el peso de la toma de decisiones europea se está desplazando hacia el este. Parando en seco esta tendencia, Alemania se ha declarado en contra de una nueva ampliación de la UE hacia el Este sin reformarla previamente. Una UE con 30 o 36 miembros (es decir, con Ucrania) sería un asunto completamente diferente, advirtió el canciller Olaf Scholz, quien pidió la abolición de la unanimidad en las decisiones de política exterior y del Estado de Derecho. Una muestra de liderazgo que no pasa a los oídos de muchos de los vecinos de los alemanes, no solo Francia sino especialmente Polonia. Este último país, fortalecido por su asociación estratégica con Estados Unidos, está aprovechando el momento de graves dificultades económicas y energéticas (sabotaje del Nord Stream) de Alemania para obtener dividendos geopolíticos y corroborar su imprescindible papel como eje de la OTAN (el presidente de Polonia ha revelado que el gobierno de Varsovia ha iniciado negociaciones con Washington para incorporarse al programa de intercambio nuclear de la OTAN). Las declaraciones del viceprimer ministro Jarosław Kaczyński, que celebró el aniversario de la invasión nazi el 1 de septiembre de 1939 anunciando que Polonia quiere reabrir las negociaciones con Berlín para las reparaciones por los exterminios de la Segunda Guerra Mundial, demandando la astronómica suma de 1.300 mil millones de euros, muestra el clima entre ambos países. Una propuesta poco realista, pero que da una idea de la competencia polaco-alemana encendida por la guerra de Ucrania, que marcará los destinos del continente, así como el equilibrio en la Unión Europea.
Pero la crisis del modelo alemán también afecta duramente a Italia. Berlín garantiza la deuda italiana, en buena medida, aunque no solo por el interés de la industria germana por salvaguardar la interdependencia con su aparato exportador. Esta relación le permite a Italia seguir siendo la segunda manufactura de Europa. La crisis alemana abre un interrogante sobre esta relación económica, que puede influir en las decisiones sobre la revisión del Pacto de Estabilidad y Crecimiento que busca la nueva primera ministra italiana de extrema derecha. Pero sorprendentemente, no fue Italia, con su deuda insostenible y su difícil gobernabilidad, la que estuvo en los visores en los últimos días, sino el Reino Unido. El giro de un programa fiscal expansivo a una dura austeridad luego de un golpe de mercado y el peligro de una crisis financiera, así como la renuncia de Lizz Truss como primera ministra en tiempo récord, muestran que los vientos geopolíticos y de la crisis económico ya comienzan a hacer estragos. La debilidad, contradicciones y divisiones del imperialismo británico en el marco del Brexit sale cada mas a la superficie, sin salida a la vista.
Perspectivas políticas y de la lucha de clases
En el documento ya citado, se dice:
Desde la crisis capitalista de 2008 hubo dos oleadas muy importantes de lucha de clases, que con desigualdades se extendieron a nivel internacional. La primera, como respuesta directa a los efectos de la Gran Recesión, tuvo su punto más alto en la Primavera Árabe, una rebelión generalizada contra las dictaduras árabes pronorteamericanas, disparada nada menos que por la suba del precio del pan. Esta oleada tuvo su expresión en Europa con el movimiento de los indignados en el Estado español y las decenas de huelgas generales en Grecia, capitalizados mayormente por nuevas representaciones reformistas de izquierda como Podemos y Syriza.
La segunda oleada se inició en Francia en 2018 con la movilización de los “chalecos amarillos” contra la suba de los combustibles, transformada en una gran rebelión contra el gobierno de Macron. Esta oleada llegó a América Latina con el levantamiento de Ecuador (contra la suba de combustibles ordenada por el FMI), las protestas y paros nacionales en Colombia y la revuelta en Chile de octubre de 2019, que podría haber abierto el camino a la revolución, pero no superó el carácter revueltístico, y se impuso el desvío primero por la Constituyente y luego por el gobierno de Boric.
Esta oleada entró en una pausa por la pandemia del coronavirus, pero pasado el momento inicial de las cuarentenas, la lucha de clases volvió con fuerza, nada menos que en Estados Unidos con el estallido del movimiento Black Lives Matter, un proceso de movilizaciones en repudio al asesinato de George Floyd, un afroamericano asesinado por la policía, del que participaron más de 25 millones de personas.
En el marco de un aumento de la desigualdad y la precarización que dejó la pandemia, la inflación –y sobre todo los aumentos de alimentos y combustibles– actúa como detonante de situaciones de conflictividad social y política. Ya estamos viendo las primeras respuestas obreras y populares a esta nueva situación, que incluyen desde luchas distributivas salariales de sectores de la clase trabajadora organizada hasta levantamientos y revueltas.
Esta dinámica, incipiente al momento de la escritura de este documento, se afirmó en lo que va del año, a la par del aumento de la carestía de la vida y de la crisis económica. En Sri Lanka, después de más de 4 meses de protestas, con una energía y un sentimiento similares a los de la Primavera Árabe, las masas han tirado al presidente Gotabaya Rajapaksa, con miles de manifestantes ingresando al palacio presidencial con escenas que generaron el entusiasmo de los trabajadores y pobres del mundo entero.
Comenzado con un levantamiento estudiantil, fue posteriormente seguido por los sindicatos de trabajadores e incluso sectores importantes de las clases medias que rara vez protestaban y se oponían a los estudiantes, en una revuelta general que se concentró en la demanda política de ¡Gota Go Home! Sin embargo, la falta de una dirección y estrategia clara que ligue esta demanda correcta a la salida económica y social que los trabajadores quieren imponer para resolver la crisis del país, ha permitido que haya sido por el momento manipulada por otras fuerzas opositoras. El parlamento, completamente desacreditado, votó en forma secreta al también odiado exprimer ministro Ranil Wickremesinghe, que apuesta a una mayor represión mientras intenta negociar un acuerdo con el FMI, que implicará mayores ataques a las condiciones de vida de los esrilanqueses.
Pero Sri Lanka podría ser solo la primera ficha de dominó en caer. El Fondo Monetario Internacional ha advertido que 41 economías de bajos ingresos se enfrentan a problemas de deuda. Países como Egipto, Pakistán y Túnez están buscando urgentemente nuevas ayudas financieras del FMI. Pero, tomando en cuenta la dura postura del organismo con Sri Lanka, otros países semicoloniales que sufren la subida de los precios de los alimentos y el endurecimiento monetario de EE. UU., podrían verse arrastrados en procesos del mismo tipo.
Según varios analistas, Pakistán corre el riesgo real de caer en un ciclo de disturbios, golpes militares e inestabilidad, una “situación de Egipto en el Indo”. En Haití, las protestas antigubernamentales, que ya van por la séptima semana, han paralizado el país, con las escuelas, los negocios y el transporte público cerrados en su mayoría. Desde el 22 de agosto, los haitianos se han manifestado contra la violencia crónica de las bandas, la pobreza, la inseguridad alimentaria, la inflación y la escasez de combustible. La furia de la población se avivó aún más el mes pasado cuando el primer ministro Ariel Henry anunció que recortaría los subsidios a los combustibles para financiar al gobierno, una medida que duplicaría los precios en las gasolineras. Miles de haitianos siguen protestando en varias ciudades del país, exigiendo la dimisión del gobierno que ha solicitado ayuda militar internacional para hacer frente a la crisis. Por su parte, en Irán, el asesinato de Jina (Mahsa) Amini, tras su detención por la “policía de la moral” del régimen en Teherán el 15 de septiembre de 2022, por supuestamente no respetar los estrictos códigos del uso del hiyab de Irán, desencadenó una ola de protestas públicas que sigue extendiéndose por todo el país, contra las opresivas leyes morales del régimen que cristalizan el rechazo a la opresión, la corrupción y la pobreza impuestas por Estado capitalista y teocrático de los ayatolas.
Junto a la continuidad de las revueltas, lo más nuevo como forma de protesta es la entrada de sectores cada vez más importantes de la clase obrera con sus métodos de lucha tradicionales, las huelgas y los piquetes. Este es el caso de la huelga de los refineros franceses, que generó un problema grave de falta de carburantes y afectó de forma creciente al funcionamiento normal del conjunto de la economía y poniendo la cuestión de los aumentos salariales, así como la indexación de los mismos, a la vez que las ganancias extraordinarias de los grandes grupos, en el centro de la política nacional, lo que no pasaba desde hace décadas. Aunque el paro general llamado por la CGT, FO y otras centrales sindicales del pasado 18/10 no significó un salto en la generalización de la huelga a otros sectores, fue una clara advertencia a Macron sobre esta cuestión sensible de la carestía de la vida, así como la contrarreforma de las jubilaciones que pretende encarar.
Pero lo más sorprendente son los dos procesos de lucha de clases que se desarrollan en los dos países donde el neoliberalismo se había impuesto en toda la línea, dejando por un período histórico a la clase obrera a la defensiva. En Inglaterra, los sindicatos están en el centro de la escena después de meses. En muchos sectores de la economía, las huelgas se han multiplicado desde el verano, alcanzando un nivel no visto desde la ofensiva thatcherista de hace 40 años. Los trabajadores del ferrocarril, los estibadores, los trabajadores de Amazon, los profesores, los carteros, los conductores de autobus, las enfermeras del NHS, los basureros, los abogados, etc. se están movilizando para exigir aumentos salariales. La irrupción mediática de Mick Lynch y Eddie Dempsey, dirigentes del RMT (sindicato de trabajadores ferroviarios, marítimos y del transporte), desconocidos hasta hace poco y convertidos en auténticas estrellas de la televisión, muestra la inversión de la situación respecto a los años ’80. A su vez, el clima de “unidad nacional” tras la muerte de Isabel II duró poco. Las medidas de fuerza se han reanudado y el 1° de octubre hubo varios paros simultáneos y movilizaciones en todo el país ante el alza en el costo de vida. Este proceso en uno de los polos del neoliberalismo, se agrega el proceso que se viene desarrollando desde más tarde en Estados Unidos, que como afirmaba el documento que ya citamos:
… incluye experiencias de lucha, organización sindical y política…Lo que estamos viendo en procesos como la oleada de huelgas del pasado octubre (Striketober) y en otro nivel la “gran renuncia” es un cambio significativo en la autopercepción de importantes sectores de la clase trabajadora, sobre todo los trabajadores que fueron considerados esenciales durante la pandemia, de sus fuerzas y de su rol en el funcionamiento de la sociedad. Es un cambio profundo en la conciencia, que se expresa en que una mayoría considera de manera positiva los sindicatos a pesar de que solo el 10% de los trabajadores están sindicalizados. Lo más avanzado es el proceso de sindicalización de trabajadores precarios, como en Starbucks, o en sectores capitalistas estratégicos como en Amazon. Es un proceso emergente de “sindicalismo de base” que tiene contradicciones, está presionado por las políticas de cooptación del Partido Demócrata y de la burocracia sindical a través de sus sectores más de izquierda, pero que de conjunto constituye una gran experiencia que aún está en sus inicios. [Estos procesos de lucha y organización se acompañan] del surgimiento de la llamada “generación U” (por Union-sindicato) en Estados Unidos, que es la que viene protagonizando el proceso de sindicalización y, como planteamos más arriba, ha pasado por la experiencia del BLM. Es una vanguardia que en gran medida ha sido la base del “fenómeno Sanders”, sobre todo organizada en el DSA, y tiene una preferencia político-ideológica por el “socialismo”.
Recientemente, la mayoría de 90.000 trabajadores ferroviarios votó a favor de realizar una huelga general por aumentos salariales, hastiados de los recortes de sueldos y de haber sido explotados como “trabajadores esenciales” durante la pandemia. El presidente Biden, las direcciones burocráticas sindicales y el establishment político llevaron a cabo una enorme operación para desbaratar la medida de fuerza a cambio de importantes concesiones, que hicieron poner el grito en el cielo a la prensa de las altas finanzas del Wall Street Journal.
Por último, los trabajadores de las tres plantas del neumático en Argentina vienen de obtener una resonante victoria salarial, llegando a imponer una cláusula gatillo hasta la próxima negociación salarial después de cinco meses de combate.
Estos procesos tienen como trasfondo la profunda polarización política que se sigue desarrollando. La elección de Biden, que había fortalecido a su vez la imposición del gobierno de coalición amplia de Draghi en Italia, no ha frenado el proceso de desarrollo de la extrema derecha como muestra la persistencia del fenómeno Trump en los mismos EE. UU. o la caída de ex presidente del BCE en Italia y el triunfo en las recientes elecciones de la formación de extrema derecha Fratelli di Italia encabezando una alianza de derechas. Estos fenómenos emergen como vectores del descontento, sobre todo entre clases medias conservadoras y sectores despolitizados de las clases populares. Pero políticamente incluyen fenómenos diversos que van desde corrientes en fuerte proceso de acomodarse a las instituciones actuales, como el caso de la futura primer ministra Georgia Meloni (En Italia los “postfascistas” se mantuvieron alejados del poder durante el periodo de dominio de la Democracia Cristiana, continuidad que fue rota con el primer gobierno de Silvio Berlusconi. Desde 1994, han participado en todos los gobiernos de derecha, otorgándoles una credibilidad real a lo largo de los años al acceder a los puestos de ministros, presidentes de regiones y alcaldes de grandes ciudades. La propia Meloni fue diputada durante 16 años y ministra de Juventud de 2008 a 2011), hasta fenómenos con elementos proto fascistas, como Trump y Bolsonaro en Brasil, a casos intermedios como Marine Le Pen, que se beneficia de un lento proceso de desdemonización y de credibilidad en la opinión pública, pero que sigue estando aún lejos de la completa normalización institucional de los Fratelli d’Italia. En todos los casos, estas corrientes que albergan distintos grados de bonapartismo, no pueden ser calificadas teóricamente como fascistas. Es que, como decía Trotsky:
El fascismo no es solo un sistema de represión, violencia y terror policíaco. El fascismo es un sistema particular de Estado basado en la extirpación de todos los elementos de la democracia proletaria en la sociedad burguesa. La tarea del fascismo no es solo destruir a la vanguardia comunista, sino también mantener a toda la clase en una situación de atomización forzada.
En el mismo sentido, Ernest Mandel decía que teniendo en cuenta las condiciones de la sociedad capitalista y la inmensa desproporción numérica existente entre los trabajadores asalariados y los grandes capitalistas
En las condiciones actuales del capitalismo industrial monopolista, una centralización tan enorme del poder del Estado, que implica, además, la destrucción de la mayor parte de las conquistas del movimiento obrero contemporáneo (en particular, de todos los “gérmenes de democracia proletaria en el marco de la democracia burguesa”, designación que Trotsky daba muy justamente a las organizaciones del movimiento obrero), es prácticamente irrealizable por medios puramente técnicos, considerando la enorme desproporción numérica entre asalariados y detentadores del gran capital. Una dictadura militar o un Estado meramente policíaco – por no hablar de la monarquía absoluta – no dispone de medios suficientes para atomizar, descorazonar y desmoralizar, durante un largo período, a una clase social consciente de varios millones de individuos y prevenir así todo relanzamiento de la lucha de clases más elemental, relanzamiento que se produce periódicamente por el simple juego de las leyes del mercado. Por esta razón, es necesario un movimiento de masas que movilice un gran número de individuos. Solo un movimiento semejante puede diezmar y desmoralizar a la franja más consciente del proletariado, mediante un sistemático terror de masas, mediante una guerra de hostigamiento y de combates en la calle y, tras la toma del poder, dejarlo no solo atomizado, como consecuencia de la destrucción total de sus organizaciones de masa, sino también desalentado y resignado.
Es evidente que aún no estamos ahí. Sin embargo, en caso de un salto en la crisis –por ejemplo, una ruptura de la UE o un camino más abierto a la guerra mundial– estos movimientos podrían radicalizarse, ampliar su base y obtener el apoyo de las élites dominantes. En este caso, se convertirían en fuerzas subversivas que se podrían emparentar con el fascismo clásico.
En el otro polo, se siguen desarrollando fenómenos políticos de “izquierda radical” (a la izquierda del reformismo tradicional) que en muchos casos tienen puntos de contacto con procesos de lucha y organización (como en Estados Unidos). El último fenómeno que despertó simpatías a nivel internacional es el nuevo gobierno de Gabriel Boric en Chile. Pero como demuestran la derrota del Apruebo en el plebiscito sobre la nueva constitución, el ciclo de ascenso de los neo-reformistas es cada vez más rápido. La canalización electoral del estallido social sacó a las masas de la calle y transformó a la Convención en una Constituyente amañada, donde la utopía de acabar con el Chile de la transición de la Dictadura de manera pacífica –que muchos abrazaron– se estrelló contra la pared. Asimismo, contra el ascenso de la extrema derecha desde esta nueva izquierda o la izquierda más tradicional como el Partido de Trabajadores en Brasil se vienen impulsando “frentes antifascistas”, en general buscando una expresión electoral de los mismos, que lejos de transformarse en una herramienta para detener el avance de estos movimientos enemigos de toda la clase trabajadora, de las mujeres, de los negros, de los pueblos originarios y de la comunidad sexodiversa, al desarmar por sus pacifismo a las masas y postergar la lucha de clases contra ellos, se transforman en lo contrario, generando desilusión en las fuerzas proletarias y de los oprimidos. Es que como decía Trotsky enfrentando una situación de ascenso real del fascismo en Austria en la década de 1930 y criticando la política de los socialistas y stalinistas, que impulsaban la alianza con las “fuerzas antifascistas” nacionales contra Hitler:
Toda su política se basa en la siguiente idea: el principal enemigo de los obreros austríacos y rusos es Hitler. Por lo tanto, la primera tarea es golpear a Hitler. Por eso es necesario que el proletariado se alíe con las ‘fuerzas antifascistas’, término vergonzoso que incluye a la burguesía ‘democrática’ dentro y fuera de Austria. Lógicamente, no se puede formar esta alianza sin la postergación de la lucha de clases. La alianza del proletariado con la burguesía es inconcebible sobre otras bases. Pero, como hemos tratado de demostrar, esta política facilita la victoria de los nazis.
Contra esta política de conciliación, que sostiene la urgencia del llamado voto táctico antifascista, y que saca el enfrentamiento al fascismo del terreno de la lucha física entre las clases y lo inserta en los canales normales de dominio de la burguesía en “tiempos de paz”, el combate al fascismo solo se da por la lucha de clases con una política hegemónica de la clase trabajadora e independiente de todas las alas de la burguesía. Esto pasa por la unificación del conjunto de la clase trabajadora en el terreno de la acción contra el conjunto de la burguesía, en alianza con los movimientos de mujeres, con el movimiento negro, la juventud y los pueblos oprimidos. Se trata del terreno de la hegemonía y de la táctica del frente único obrero, elaborada por la dirección de Lenin y Trotsky en la Internacional Comunista.
Como responder a la crisis económica y social
Como dijimos, una nueva crisis de la deuda podría ser el tiro de gracia para muchos países semicoloniales que vienen con las finanzas públicas ya presionadas por la pandemia. Los “rescates” del FMI que muchos de los gobiernos burgueses de esos países oprimidos están demandando se obtienen a cambio del “equilibrio presupuestario” y de la “reducción de los gastos públicos”: reducción que afecta sobre todo a los gastos sociales, los subsidios a los precios de los productos de primera necesidad, así como a la masa salarial y el empleo del sector público. La naturaleza reaccionaria de esta presión imperialista y de su carácter inhumano puede verse en el salto brutal de la miseria que trae aparejada con el riesgo creciente de hambrunas. Esto pone más que nunca al orden del día la movilización masiva de las masas obreras y populares de los países de la periferia capitalista, apoyados por el proletariado internacional en especial los trabajadores de los países imperialistas, para pedir a los gobiernos de sus países respectivos la anulación de la deuda.
La crisis actual viene después de años de degradación de las condiciones de vida y de trabajo producto de la ofensiva neoliberal, a diferencia de la crisis de los años 1970 en donde se venía del colchón social que había significado para una franja importante de los trabajadores el “boom”. También porque si bien es cierto que entonces hubo una espiral inflacionaria, la misma no se transformó en crisis social, pues gracias a su lucha y la existencia de una baja desocupación y precarización del empleo, los trabajadores lograron compensar fuertemente sus pérdidas. Así, en Francia, “el poder adquisitivo del salario mínimo aumentó un 130% entre 1968 y 1983. Al mismo tiempo, el salario medio aumentó aproximadamente un 50%”. No por casualidad una de las principales decisiones de la ofensiva neoliberal fue romper este círculo, que se materializara por la desindexación de los salarios en la década de 1980. La crisis que se avecina, a diferencia de las anteriores e incluso 2008/9, arriesga un empobrecimiento general de la población, un aumento significativo de la miseria. La creciente crisis fiscal de los estados, la incapacidad de sostener a los hogares como en cierta medida hicieron en la pandemia en especial en los países imperialistas, los agujeros cada vez mayores del llamado “Estado benefactor” hacen que estas previsiones no sean solo una metáfora. El miedo a la pauperización vuelve a Europa, acercándonos de alguna manera a la condición de los explotados en momentos en que fue escrito el Programa de Transición. De ahí la vitalidad y actualidad de algunas de sus demandas en el momento presente, cuando sostiene que:
En las condiciones del capitalismo en descomposición, las masas continúan viviendo la triste vida de los oprimidos, quienes, ahora más que nunca, están amenazados por el peligro de ser arrojados en abismo del pauperismo. Están obligados a defender su pedazo de pan ya que no pueden aumentarlo ni mejorarlo […] La IV Internacional declara una guerra implacable a la política de los capitalistas, que es, en gran parte, la de sus agentes, los reformistas, tendiente a hacer recaer sobre los trabajadores todo el fardo del militarismo, de la crisis, del desorden de los sistemas monetarios y demás calamidades de la agonía capitalista. Reivindica el derecho al trabajo y una existencia digna para todos. Ni la inflación ni la estabilización monetaria pueden servir de consignas al proletariado porque son las dos caras de una misma moneda. Contra la carestía de la vida que, a medida que la guerra se aproxima, se acentuará cada vez más, solo es posible luchar con una consigna: la escala móvil de los salarios. Los contratos colectivos de trabajo deben asegurar el aumento automático de los salarios correlativamente con la elevación del precio de los artículos de consumo [6].
Este peligro de pauperización que se cierne sobre las clases populares, también afecta a la clase media baja. Este sector social se encuentra bajo presión. Como muestra un estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y la Fundación Bertelsmann en Alemania, aunque el riesgo de deterioro social es menor para la mitad superior de la sociedad que en los años 90, ha aumentado para la mitad inferior. Según dice Der Spiegel: “El hecho de que toda la clase media se haya reducido del 59 al 53% de la población entre 1995 y 2018 se debe casi por completo al declive de la clase media baja. “Seguimos teniendo una clase media amplia y estable”, dice Spannagel, “pero se está deshilachando en su extremo inferior”. La sensación que prevalecía antes de que con una formación profesional adecuada se tenía un medio de vida seguro y tal vez se podría comprar una casa algún día se ha ido disipando”. La gente de la mitad inferior, dice, “se ha dado cuenta de que, aunque la economía esté zumbando y ellos estén trabajando como esclavos, no están saliendo adelante”. Es un sentimiento que a menudo se manifiesta como un miedo difuso al declive. “La inflación galopante está actuando como acelerador”.
Todos estos elementos son un síntoma de que se está iniciando una época caótica, con cambios estructurales que arriesgan agravar cualitativamente la condición de vida y de trabajo de los explotados, al tiempo que pueden generar saltos en la lucha de clases. Estos parten de una fuerte división y fragmentación de la fuerza de trabajo, subproducto del carácter “dualizador” de la ofensiva neoliberal, a la vez que una fuga de la clase media a la meritocracia y el esfuerzo individual (ideología que se contagiaba también entre los trabajadores) para evitar la suerte de los sectores más vulnerables del proletariado. Objetivamente, el carácter inflacionario de la crisis, expresado en la devaluación de los salarios, la carestía de la vida y la expropiación creciente de los ahorros de la pequeña burguesía tiende a potencialmente a unificar a los sectores bajos y altos de la clase obrera, todos los cuales se beneficiarían de un aumento emergencia del salario, así como de la escala móvil de salarios. Pero hoy en día, incluso cuando los grupos multinacionales que hacen ganancias récords, se niegan mínimamente a ajustar hacia arriba los salarios dando como mucho “primas” y menos que menos aumentos al nivel de la inflación, esta pelea no es una lucha distributiva más, sino que la misma adquiere en su generalización un carácter político de enfrentamiento al conjunto de la clase capitalista, su estado y sus gobiernos. En este marco, más que nunca se hace necesario una política audaz para romper el peso conservador de todas las alas de la burocracia sindical, quienes dejan pasar o colaboran con los ataques, como la CFDT en Francia o, en el caso de los sectores más contestarios que por la presión de la base son obligados a reubicarse y tomar medidas de acción, pero sin romper la lógica de conciliación de clase que los une al régimen burgués. En este casos, solo una táctica de interpelación y frente único de las organizaciones obreras que llaman a la lucha , al mismo tiempo que una política activa al seno de les sindicatos para sacárselos de las manos de la burocracia, a la vez que desarrolle todas las tendencias a la auto-organización del conjunto de los explotados, sindicalizados o no, puede mostrar una perspectiva a los sectores pauperizados de las clases medias e impedir que estos sean ganados por el camino sin salida de la extrema derecha y sus chivos expiatorios contra los inmigrantes.
Son estas bases las que hacen urgente dar pasos serios en la construcción de partidos revolucionarios con un claro norte estratégico y programático. Frente a la crisis y redoblada ofensiva del capital, las salidas neorreformistas cuyo solo horizonte son reformas cosméticas del capitalismo cuando este no está en condiciones de ofrecer nada, sino que acelera la regresión en toda la línea no solo son utópicas, sino que desarman al proletariado frente a los verdaderos combates a dar. Mas que nunca es ellos o nosotros.